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2017) además muchos investigadores en el campo de la psicología y la psicopedagogía
argumentan que la ciencia educativa está experimentando un giro hacia lo afectivo (Pekrun
y Linnenbrink-García, 2014; Quito, Jokikokko y Estola, 2015, citado en Cejudo 2017) señala
que las emociones son fundamentales en el proceso de enseñanza-aprendizaje por dos
razones: en primer lugar, el proceso educativo implica la interacción entre personas, en
segundo lugar, porque la identidad personal y profesional de los docentes, en muchas
ocasiones son inseparables y en el aula se convierten en factores de influencia en la
autoestima y en el bienestar personal y social.
En este sentido, el rol docente implica una importante carga de trabajo emocional,
tanto por lo que exige de sensibilidad a las emociones ajenas como por lo que exige de
manejar apropiadamente las emociones propias y ajenas para facilitar y optimizar la calidad
de las relaciones interpersonales que caracterizan a las organizaciones escolares (Cejudo
2017).
Bisquerra (2007), afirma que el profesorado emocionalmente competente está mejor
preparado para relacionarse de manera positiva y adecuada con la comunidad educativa,
aumentando la eficiencia de la educación.
En las aulas, cada día surgen infinidad de dificultades a las que hacer frente, como
son el absentismo escolar, la falta de motivación e interés por el estudio por parte de los
alumnos y/o las inadecuadas relaciones interpersonales entre ellos. En este sentido, durante
el confinamiento por la pandemia por el COVID 19, los docentes experimentaron una serie
de emociones, que en algún momento interfirieron en su desempeño laboral incluso en su
vida personal en diferentes niveles y grados.
De esta forma se desemboca en un ambiente nada favorecedor para el aprendizaje. A
su vez, la propia situación de los docentes, inmersos en el cumplimiento de normas, pautas y
gestiones requeridas por las autoridades, con tiempos y recursos bastantes limitados,
pendientes de realizar gestiones y actividades propias de la escuela, así como envueltos en
sus propios problemas personales, no ayuda a que la situación inicial mejore (Hernández
2017, citado en Ávila 2019).
A lo largo de los años, numerosos estudios han señalado a los profesionales de la
educación como uno de los colectivos ocupacionales que presentan mayor riesgo de
desarrollar estrés, ansiedad y el síndrome de quemarse por el trabajo, fundamentalmente,